Las gallinas blancas y las negras

Encontrará fácilmente el espectáculo en el que Les Luthiers analizan concienzudamente la diferencia entre unas gallinas y otras. Se resume en una palabra: NINGUNA. Usted -que frecuenta el éxito como una costumbre más- puede pensar que poner mucho dinero en la causa LGTBXYZ es oportuno. O puede pensar lo contrario. No pasa nada. Durante los años de Pedro punto se hace hucha, y así se pasan los años de Eme Punto sin ingresar. Lo mismo se puede citar algún caso de signo contrario. Está todo amañado y los estómagos agradecidos de uno y otro lado se rasgan las vestiduras para que los medios de comunicación tengan algo que publicar. Si usted forma parte de esos colectivos, me pondrá a bajar de un burro porque saco su método a la luz.

Ahora bien, puede pertenecer a otro caso. Al de los que sostienen toda la fiesta anterior pagando muchos más impuestos de lo debido. Eso que antes se llamaba «clase media» y que ahora se identifica como «trabajador por cuenta ajena» o «trabajador autónomo» o, simplificando, «obrero». Mejor o peor pagado, pero obrero. Tiene un alquiler que pagar, o una hipoteca, un coche financiado, etc. No tiene en propiedad sociedades, o bloques de pisos para alquilar, o centrales eléctricas, o tal tal tal. Paga IRPF al ganarlo e IVA al gastarlo. Y si no paga IVA, le cascan el recargo de equivalencia. Todo pensado para que la gran kermesse quede a gusto del mamporrero de turno.

No se dan largas al que viene diciendo cada año que «un dos por ciento más para armas, por favor». Un dos por ciento y lo que usted mande, señorito. Tampoco se podía cambiar la Constitución. Era tan imposible como encontrar un unicornio rosa. Pues vino doña Merkel y en cuatro días estaba cambiada a su conveniencia. Rollo macabeo que se toma en el recreo. Entrar en la UE fue un éxito histórico. De repente no éramos bajitos, calvos, cejijuntos y con mala leche. En veinticuatro horas nos convertimos en rubios de metro noventa -con sonrisa profidén- por obra y gracia del Tratado de la Unión Europea. El maná nos cayo del cielo. Tanto había que tuvimos que levantar polideportivos en pueblos sin deportistas, aeropuertos en lugares sin viajeros y autopistas de peaje sin origen ni destino. Daba igual. Tonto el que no se funda los fondos FEDER. Vendimos las vacas y arrancamos los olivos. Nada de eso tenía nuestro recién estrenado glamour nivel europeo.

Lo terrible es que, poco después, vino un señor con levita buscando al responsable de pagar la factura. Todos salieron por pies menos algún incauto -self made man- que se pegó un tiro con una escopeta de caza. Ahora no se puede devolver la pasta. Está entre ladrillos, y no es fácil recuperarla una vez dilapidada. Nadie tiene interés en esas moles de hormigón y cristal que se quedaron a medio levantar en los confines de la nada. ¿Dónde está el dinero de «mis» bancos? -preguntaba la ilustre teutona. «Señora, que nos lo sabemos. Esto es igual que el gato. Usted es propiedad del felino, y no al revés». Ella pensó: «Pues, visto así, van a tener razón. Me largo a mi retiro dorado, que esta canción no me gusta y este barreño de sangría me puede salpicar». En una reunión multimedia con los citados financieros, avisó de que aquello no pintaba bien. Ellos decidieron irse al ladrillo a aprovechar los réditos de la fiebre inmobiliaria. Y ahora que se queda sin fuelle ese sector, piensan moverse a los bancos locales. Ahí está la ganancia futura. Verás que risa cuando necesites dinero y te lo den a precio de alquiler.

Una vez muertas, las gallinas blancas ya no ponen huevos. ¿Y las negras? Las negras tampoco.

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