El cuento del arroz

Son los sesenta. Gobierna un señor bajito. No es un secreto que intentan pastorear a mi padre hacia las cosas que el régimen considera correctas. Por ejemplo, el coche oficial siempre es un Seat. Y si te compras uno para tu uso particular, pues también. Él no dijo ni una palabra, pero salió del trabajo y se fue a ver a Bienvenida, un torero de moda que también tenía un concesionario Simca. Se lo compró porque era el que le gustaba y me dijo al oído: «Hijo, no digas nada, pero yo con mi dinero hago lo que me da la gana». Se le vio el plumero, porque varios compañeros de trabajo vivían en la misma colonia. Uno, incluso, en el chalé de al lado. Ardió Troya en los despachos porque un rebelde se había comprado un coche francés. Sin embargo, no pasó de ahí el conflicto. Ni represalias ni marginaciones ni nada por el estilo.

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Unos años después, el vecino ha traído un currante para que le ayude en las tareas del jardín y para acometer obras menores. Cuando se queda flojo de tajo, ofrece sus servicios a mi padre por si fuera de su interés. Así llegó Manuel a mi casa, sin mucha idea de lo que iba a hacer pero con la necesidad de trabajar para alimentar a los suyos. Teníamos un problema de escasez de agua corriente. Todos los lugares de vacaciones se llenaban de gente y eso se nota. Las infraestructuras no están dimensionadas para los picos. La idea de mis mayores era sencilla. Un agujero en el terreno, se mete un depósito, se llena de agua y, en los momentos de corte del servicio, se tira del agua almacenada. La idea era buena, pero gruesa. Imagina el tamaño de un depósito de 2000 litros. Allí que va Manuel, con su pico y su pala, a hacer un agujerete de varios metros de tamaño.

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Hora de comer. La costumbre es poner por separado la mesa de los señoritos y la tartera de los obreros. A mi padre, eso no le gusta un pelo. Fraga está promocionando los bikinis y las suecas. Corren aires nuevos. Manuel hace el gesto de ir a por su condumio cuando padre le indica un lugar en nuestra mesa. Él se sienta, cohibido, y recibe la instrucción cordial de comer lo que desee como uno más. Estupor generalizado cuando se corre la voz. Qué va a ser esto. Libertinaje, dicen unos. Los tiempos vuelan, aseguran los más progresistas. Mi progenitor calla y otorga. Cuando no queda nadie, me dice al oído otra vez: «Hijo, no digas nada, pero los tiempos cambian que es una barbaridad». Viene la democracia y no nos hemos dado ni cuenta.

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El momento presente, mes arriba, mes abajo. Ha pasado un buen conjunto de lustros. La casa se cae de vieja. Me lío la manta a la cabeza y me preparo para pasar en ella una temporada. Obra menor pero muy extensa. Varias profesiones, varias cosas que hacer en paralelo. Está algo retirada del mundanal ruido. Ha pasado tiempo y han llegado ls avances de la civilización. Tenemos todos los adelantos que antes estaban reservados a la capital. Teléfono, impensable en mi infancia, Autobuses de línea, dos por la mañana y dos por la tarde. Supermercado, bares, médicos, pizzería y un par de bares. Sin embargo, casi como una broma me lanzo a las labores de cocina. Mi sapiencia es corta pero mis ganas son de hierro. En unos días cocino cosas medio presentables, carta cortita pero comestible. Como homenaje a mi difunto padre, todos los obreros sin excepción son invitados a sentarse a mi mesa a la hora de comer.

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Cuál será mi sorpresa. Se ha corrido la voz y se me presentan en la puerta dos obreros que no son de mi obra. Vienen con el dinero en mano para ver si pueden comer aquí. Les explico que esto no es un restaurante, y que no voy a aceptar dinero. La restauración no es mi negocio. Les invitao a comer con todos nosotros, pero tendrán que repartirse lo que hay, porque la cantidad de comida que he hecho no contempla comensales inesperados. Ni cortos ni perezosos, se sientan con los demás. Explico brevemente a uno de ellos dónde están los platos, los vasos, los cubiertos y la bebida. Se lo traduce al otro, que tiene pinta de no hablar mucho español. Me suena a Búlgaro lo que hablan entre sí. A los postres, pregunta qué hay que hacer para trabajar aquí. Contesto que ese es tema del jefe de obra. Yo solo soy el cliente. Ponen cara de alucinar pepinillos.

El arroz caldero gusta a la concurrencia. Veremos qué pasa mañana y en los próximos días, cuando mi corta sabiduría culinaria llegue a su fin. Si me cuentan hace unos años que voy a hacer esto… Imagino a mi padre desde el más allá, diciéndome «Haz lo que te apetezca, que la vida son dos días».

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