El doctor Tor y la enfermera Era

El doctor Tor tenía fama de loco. Era injustificada, estaba bien cuerdo. Ese sambenito se lo pusieron los medios a servicio del excelso poder económico. «Es que la gente no se suscribe y nosotros tenemos que comer» -se justificaba el periodista de la pista. Es comprensible, no van ellos a pasar hambre con tanta gente forrándose alrededor.

El caso es que su diagnóstico era claro. Un caso de libro. Codicia crónica. La derechita cobarde y la valiente se pasaban por el arco del fracaso los resultados de las urnas. «Es que la gente vota mal; no tienen ni puñetera idea» -afirmaban cada vez que perdían unas elecciones. Llevaban muy mal lo de la democracia. Eso de «un pobre, un voto» era un sin dios.

«Cómo va a valer el voto de un muerto de hambre lo mismo que el voto del señor marqués» -afirmaba sin rubor el chupatintas de turno. Normal, se alimentaba con fruición de las generosas ubres de la clase pudiente. Observe usted que esa señora tiene un campo de melones que es gloria bendita. «Se ponga usted como se ponga, la izquierda no tiene esas atribuciones ni por asomo» -se llenaba de razón el ínclito asalariado sin soltarse de la pepitilla, también llamada clítoris en círculos selectos.

Menos mal. La enfermera Era disponía del remedio, del oficio para aplicarlo, de una sala de curas (y monjas) y de la habilidad dialéctica necesaria para solucionar este entuerto. En lugar de una democracia, va a hacer su excelencia lo que le salga del pitito y todos contentos menos los parias de la tierra. Lo cual mantiene a salvo a la parte relevante de la población.

Desgraciadamente, este plan tenía fisuras.

A fuer de celebrar sin freno, los familiares del señor se habían fundido la fortuna familiar, amasada desde los tiempos de los monarcas católicos. Sobre todo el señorito, que organizaba carreras de tías en pelotas por el gran salón. Esto, como se puede imaginar, no era barato. Las damas cobraban, y bien cobrado, por enseñar las partes -el parrús, el ojete y las domingas, para más señas- en competición atlética, aunque fuese amateur. «Perdón por usar este galicismo fuera de contexto» -dijo uno. «¿Fuera? ¿Estás seguro?» -contestó el otro.

Desnudas o vestidas, simbolizaban aquellas atletas los modos de otra época. Desde que nos metieron en Europa, la insigne familia vive de las subvenciones que manan del enhiesto cuerno de la abundancia que Bruselas apunta en esta dirección. Si nos trincamos lo parlamentario se cierra el grifo de la pasta y se queda el niño sin sus fiestas nudistas y el padre sin la pasta que nos mantiene en el lujo y la distinción.

El amigo de los narcos bufaba de rabia. No podía ser que siguieran gobernando los pringosos. Algo había que hacer para resolver este asunto que, claramente, iba contra natura. A Miguelón, el experto chupapijas, se le ocurrió una idea genial. Un ventilador gigante repartiría grandes cantidades de cagarruta por la comarca, de forma que no se supiera quién está limpio y quién no.

Esto diluiría las responsabilidades hasta que fueran homeopatía política. «Un puto genio Miguelón» -gritaba una desconocida que portaba un pinganillo en el pabellón derecho. Sin embargo, con todo lo perfecto que les parecía el plan, quedaron de piedra cuando un juez hizo su trabajo y les puso en evidencia. No fue fácil encontrar las pruebas, pelear con la prescripción de los delitos y bregar con la falta de medios, pero al final lo logró.

«Urnas, urnas, que es lo que más les jode» -grito una cantora desde el anonimato que otorga la multitud. Aunque su grito fue inmediatamente ahogado por el personal de seguridad. Tuvo su mérito, porque los gorilas estaban recién llegados de un país del este no identificado. Es público y notorio que aprenden una lengua en un suspiro, sea tan seca como el castellano o tan musical como el catalán o el gallego. Y si alguien pone pegas, también dominan el lenguaje de la navaja del ejército suizo. Mejor no andarse con tonterías.

El caso es que todo quedó como estaba. Todo menos la autoestima de la dama que motivó todo este triforio. Había quedado claro que su hombre estaba dispuesto a todo por defender su virtud. Eso, en los tiempos que corren, vale su peso en grafeno. Palabra de físico teórico que ve sus investigaciones cercenadas cada año, porque está primero la fiesta del atletismo del hijo primogénito del señor marqués y sus damas resfriadas por ausencia de decoro en el vestir.

«¡¡¡Que vivan los pezoncillos traviesos!!!» -gritó sin venir a cuento uno de los invitados, mientras que se apretaba entre pecho y espalda un Lagavulín, destilado cuando Lope de Vega todavía estaba escribiendo sus obras maestras, y embotellado tras varios años en barrica de roble francés. Queda para los anales de la historia el hecho de que, gracias a la política moderna, las damas porretacas completaron las siguientes actuaciones en bicicleta, no sin antes preparar los sillines para que fueran adaptados a sus arriesgadas circunstancias físicas.

«Que no digan los pobres que nos portamos mal con ellos» -exclamó el representante de la patronal.

Nota del autor: Este sainete se escribió originalmente en los años noventa. Sería representado por Tip y Coll haciendo, respectivamente, de doctor y enfermera. Las chicas del un, dos, tres dramatizarían la carrera de bicicletas tal y como nuestro señor las trajo al mundo. Varios famosos de la alta sociedad madrileña interpretarían el papel de sí mismos, sin que fuera necesario forzar su desnudez. Sin embargo, cada cual es dueño del uso y disfrute de su propia vestimenta.

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